25.5.10

no olvidar como escribir

Como lo despidieron del trabajo, hoy tomé café con él. Empezó diciéndome que por las mañanas le gusta estar solo, pero que por las noches se pone nervioso y necesita compañía. Menciona algo sobre nacer y morir en un mismo día, pero no le hago caso. Cuando comienza a describir su rutina diaria le pongo atención. Las primeras semanas se quedaba en casa pero estorbaba, eso le decía mi mamá. Quiso escuchar la radio, barrer el patio, reparar las fugas del baño, pero no pudo o no lo dejaron. Sin decir nada una mañana abrió la puerta y se fue.

Como no le sobra dinero solo tiene para el boleto de ida. Una vez en el centro de esa ciudad tan fría, la recorre de extremo a extremo y visita la mayor cantidad de sus parques. Se sienta a descansar en las bancas y a ver a las mujeres que cuidan de niños rubiecitos y envueltos en ropas coloridas que desentonan con tanto gris. Me dice que en el parque central, el de las bancas más cómodas, hay una niñera con piernas como las que nunca ha visto en su vida. Que ojalá hablara algo de inglés para decirle todo lo que siente por ella. Sueña novias rubias y grandes y las sueña amables y dispuestas a conversaciones largas y de piel muy blanca. Me dice que prefiere no imaginarlas morenas y bajitas como las de su pueblo, porque algo le duele por dentro cuando recuerda.

Me cuenta esto y me río de él. Algo me dice que mi abuelo está perdiendo la razón. Lo escucho porque me parecen increíbles sus historias, pienso que delira, que lo perdemos. Me mira fijamente a los ojos y me cuenta que después del parque central camina a la biblioteca pública, un edificio viejo y de varios pisos, repleto hasta más no poder de libros, revistas, películas y pordioseros de la calle que hacen fila para usar los baños. Escucho su voz ronca y bajita diciéndome que todos los días escoge algún periódico en español y copia frases sueltas en un cuaderno. Que lo hace para no olvidar lo poquito que supo de leer y escribir. Copia títulos de las primeras páginas, copia anuncios y nombres de productos, eslogans de bebidas y comidas que nunca ha probado, copia hasta las frases debajo de las fotos.

Mi abuelo, hombre duro al que nunca le sobró pero tampoco pidió, levanta las tapas de los basureros y busca latas y botellas plásticas. Con unas cuantas que junte tendrá para el boleto de regreso. En esta ciudad fría y sin sentido, me dice, pagan cinco centavos de dólar por cada lata y por cada botella. Me confiesa que le da vergüenza que lo vean, y que aunque no conoce a nadie, se detiene ante cada basurero y disimula estar tirando su propia basura. Lo imagino frente a un basurero, metiendo la mano con cuidado y alzando la vista con disimulo para cerciorarse que nadie lo mira. Lo pienso caminando lento, con su cabeza baja, cargando su bolsa llena de desechos.

Me cuenta todo esto y me es difícil creerle. Me vuelve a mirar fijamente y parece esbozar una sonrisa, pero se borra tan rápido que solo me queda la duda. Saca de su bolso un cuadernito pequeño y doblado en dos. Lo abro y en él descubro garabatos en letra cursiva y nerviosa, como la de los niños que recién aprenden. Leo títulos absurdos y descripciones de fotos escogidas al azar y nombres de bebidas y lo miro, y ahora sin duda sonríe porque le veo los dientes, pero su sonrisa es profundamente triste. Son renglones tras renglones, páginas tras páginas de una letra que duele. El hombre al que tengo al frente sale de la casa todos los días y nadie se da cuenta. Se pierde en la ciudad a imaginarse amores porque el suyo probablemente se quedó del otro lado, a no olvidar como escribir en un salón de una biblioteca estéril. Mi abuelo nace y muere todos los días, y su vida se le va en una ciudad extraña que, como yo, poco entiende de la importancia de salvarse.