16.1.11

Obsequio

Un amigo argumentó en una mesa de tragos que uno a los hijos no debe escogerles ni siquiera el equipo de futbol. Que el mejor regalo que uno les puede dar es la libertad para escogerlo todo – profesión, religión, partido político, equipo de fútbol. Todos estuvimos tácitamente de acuerdo con los primeros tres, pero el concepto de vestir a los hijos con la camiseta del equipo de uno fue arduamente debatido. La discusión no llegó a ningún acuerdo, por el contrario, la mesa se dividió ortodoxamente entre ambos bandos.

Quiero que mis hijos sean apasionadamente liguistas para que vivan esa hermosa metáfora de la vida que es el fútbol, y que además lo hagan siendo parte del clan, de todos los primos fanáticos, y así satisfagan ese instinto primitivo de pertenecer a un grupo, de obtener identidad a partir de lo colectivo. 'Así como lo hicimos los primos de nuestra generación, quiero que mis hijos viajen en bus y conozcan muchos de los rincones de este país en sus peregrinaciones a los estadios. Que sientan terror al ver a uno de sus primos salir con la cabeza ensangrentada tras ser golpeado con un caracol por un aficionado sancarleño. Que se enorgullezcan al ver a ese mismo primo saltarse la malla, burlar la seguridad y perseguir al árbitro que nos había anulado un gol durante el clásico nacional. Quiero que recorten la foto del ´energúmeno alajuelense que quiso hacer justicia con sus propias manos´ y la peguen en la puerta de su cuarto como trofeo de guerra.

Me haría muy feliz que su primera pacha de guaro sea comprada en las afueras del Fello Meza, a la edad de catorce años y que junto a los primos y bajo los efectos del alcohol se rían hasta más no poder mientras cantan el himno. Quiero que sean juntabolas en los partidos con el único objetivo de estar más cerca de sus héroes; que llenen bolsas de miados colectivos; que sean fundadores de alguna barra brava; que sean perseguidos en La Sabana por una turba de saprisistas; que, ¿por qué no?, le rompan la cara a algún morado; que junten dinero para comprar una manta o el bombo que llevará el ritmo de los cánticos; que discutan la nueva contratación comiéndose un pastelillo de papa y tomándose una cerveza afuera del Morera antes de que empiece el partido.

Me haría feliz ver a mis hijos llorar desconsoladamente la perdida de un campeonato, e igual de feliz verlos llorar de emoción al celebrar el gol del triunfo y la obtención de un nuevo título. Quiero que mis hijos sueñen con tener hijos liguistas y que difícilmente acepten novias o novios saprisistas.

A mis hijos e hijas recién nacidos no los bautizaré ni les pondré nombres de heroicos guerrilleros, pero con el mayor orgullo paternal los vestiré de rojo y negro antes que aprendan a caminar o a hablar, y les contaré historias de las grandes hazañas de un técnico llamado Badú, de los goles de un Gugui Ulate, de Miso Matador, de un tal Chunche, de como casi casi le ganamos al River Plate, de la zurda de Izaguirre o del pundonor campesino de Arnaez.

Lograr que mis hijos sean liguistas no es robarles su libertad. Lo contrario. Es regalarles una experiencia familiar y colectiva profunda, una forma más de apasionarse por la vida. Igual de importante, es el poder regocijarse al ver a un Brayan Ruiz deshacerse del último defensa y el portero morado con la exquisitez de su zurda y así anotar el gol que nos permitió a todos levantar la copa.