4.10.11

esther



Desde que tengo memoria mi abuela empezó a perder la suya. A la hora de regañarnos o llamarnos para decirnos algo, siempre confundió a sus nietos. Nosotros nos reíamos y jugabamos a cambiarnos los nombres para enredarla aún más. Hoy mi abuela no sabe hablar y no puede diferenciar la cara de nadie en su familia: hermanos, hijos, nietos. La rodea un mar de bisnietos que le es extraño. No es que no se reconozca en el espejo, es que no sabe verse al espejo. Se le olvidó el lenguaje. Pasa sus días en cama o sentada en una mecedora en el patio llevando sol.

Hace unos veinte años, cuando tenía sesenta, mi abuela empezó el regreso a su niñez. Su vocabulario comenzó a reducirse, sus memorias escasearon, sus frases cada vez más sencillas, su independencia enterrada. ¡Alapuñeta, Ah-lajuela, Mimuchachito! Risotadas injustificadas, enojos impredecibles, curiosidades infantiles. Después de una vida intensa y de lucha, hoy mi abuela es una viejita hermosa que ve la vida sin entenderla. Ya pasó para ella el tiempo de los nombres y de las caras, de conectar a Jacó con un sentimiento, un olor con su familia, una risa con su esposo, unas tortillas con el dolor– ya no importan. Mientras vivió recordó, ahora es la niña de regreso a casa.

Siempre fue una mujer fuerte, de carácter intimidante, pero generosa con los abrazos y los besos, y de sonrisa fácil. Así la pienso y así la voy a recordar, por lo menos mientras tenga de cerca mis memorias.